¿Cómo? ¿Perdón? ¿Que unos muchachos de veinte y treinta y pico años que han vivido una gran parte de sus vidas en una realidad paralela en la que se les da todo hecho y que se enfrentan a la existencia armados con una cantidad ingente de dinero y un ejército de trepas y aduladores dispuestos a ayudarles en todo (personalizarles las botas, buscarles piso, evadir impuestos…) a cambio de llevarse un pellizco del botín fruto de sus dotes para la práctica del fútbol, cuya infancia y adolescencia, etapas de definición de la personalidad y el carácter, estuvieron marcadas por el despunte de esas dotes, hecho que les llevó a alejarse de la cotidianidad de sus congéneres, teniendo como consecuencia el desarrollo de un ego tan inmenso como frágil mientras el intelecto, la cultura y la curiosidad quedaban abandonados y sustituidos por una mezcla de culto al sufrimiento por el esfuerzo físico y de hedonismo sexual absolutamente mezquino… decís que estos muchachos os han decepcionado porque han resultado ser más tontos que un zapato?
Ya no es solo el problema de idolatrar a personas ricas, sino a futbolistas, que son un tipo de rico muy particular, especialmente poco avispado. Recordad que el mejor jugador de la historia de este deporte apenas sabe hablar y que aquellos que presuntamente son más instruidos, como Gerard Piqué, Esteban Granero o Ander Herrera, viven cómodamente en el gigantesco abismo entre lo especiales que les hacen creer ser y lo necios que realmente son.
Por todo esto, en general, siempre es recomendable evitar idolatrías y establecer dos categorías sencillas para el futbolista profesional: los que te caen mal y los que no te caen mal, siendo preferible que los segundos sean los del Levante. En los últimos meses, esta proporción estaba decantándose excesivamente hacia el otro lado, por eso debemos celebrar la salida de cuantos más mejor.
La novela epistolar granota veraniega ha sido insoportable. Las despedidas de Morales, Roger, Bardhi… «familia», «suerte», «gracias», fondos en blanco y negro, publicadas en sus stories de instagram. Mediocridad. Prefiero las cartas de Emilia Pardo Bazán. Y falta la del rey del caer mal, Campaña, cuyos aspavientos en el banquillo este viernes hicieron que tuviera que apartar la vista de la tele de la vergüenza ajena.
Hablemos, pues, del partido contra la SD Huesca, nuestro último rival en aquella mítica Liga 1|2|3, una suerte de «como decíamos ayer» granota. El que escribe os es sincero: no he visto más de tres partidos enteros del Levante desde el ascenso de la 2016/17. Y posiblemente no veré más de dos los próximos cinco años.
Los primeros cinco minutos fueron de contener el aliento al ver que Wesley Moraes apuntaba maneras de delantero brasileño perturbado (mano en el segundo dos del primer partido de la temporada, matar a un tío en el primer córner, llorarle al árbitro porque alguien le ha pellizcado en ese mismo córner…). Le costó 25 millones al Aston Villa, tiene pinta de que nos costará unos cuantos sustos cada vez que doble la rodilla derecha. Los últimos 85 minutos fueron de bostezar y tratar de recuperar la contraseña del Escuadrón. Este deporte, si se vive intensamente, perjudica claramente tu vida, ya sea tu estabilidad emocional, tus relaciones sociales o la balanza obligaciones – tiempo disponible, pero si se vive desapasionadamente es absolutamente inasumible. Solo hay una razón por la que vi el partido, por la que asumí. El ídolo: Vicente Iborra.
¡Si te ha gustado bajar a Segunda, recupera la entrada del blog de la otra vez que descendimos: NADIE NOS LO DIJO!